Se vestía como una zaparrastrosa. De cada cosa que necesitaba, siempre pero siempre procuraba la más barata. Y no era porque no estaba en condiciones de gastar, sino porque era avara por demás. Hasta se acostumbró a pasar hambre para no gastar.
Nunca tuvo problemas de dinero. Enviudó muy joven, a los 25 años quedó sola con su pequeña hija de dos años. Su marido le dejó al partir, como consecuencia de un infarto sorpresivo, una pequeña gran fortuna: un centenar de propiedades y una suculenta cuenta bancaria. Vivía de la renta que le proporcionaba dicho capital.
Cuando le faltaba poco para cumplir sus 50 años su hija -ya mujer- le sugirió que sería lindo realizar un viaje juntas al sur del país para de esa forma ambas poder conocer la nieve. Pero ella se negó aduciendo que era un viaje demasiado caro, como siempre.
El mismo día de su 50 aniversario se dirigió hacia el Banco para solicitar un informe de cuánto dinero tenia en su cuenta. Había triplicado lo que su esposo le había dejado. Se sintió inmensamente feliz.
Al salir del Banco procuró un colectivo para volver a casa, pues era mucho mas barato que el taxi. Cuando lo divisó le hizo señas para que se detenga. Lo hizo, se subió como pudo porque iba demasiado lleno ya que era el horario en que todo el mundo sale de su trabajo. Pero al arrancar nuevamente su pié se zafó del estribo y fue a parar debajo de las enormes ruedas del ómnibus. Murió en el acto, no hubo nada que pudiera hacerse.
Al año siguiente su hija conoció un muchacho un par de años mayores que ella y se casaron. Tenia el vicio del juego incorporado en su ser. En un año dilapidó apostando lo que la miserable señora había juntado en toda su vida.
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